El brujo de la tribu danzaba con la cara
pintarrajeada, blandía sus utensilios silvestres que lo caracterizaban como amo
y señor del baile del yagé. El Mama con su varita de mambiar se desplazaba en
una orgía infinita por los laberintos espirituales, surcando la enmarañada
selva, levitando sobre el dosel. Al consumo del bebedizo, aunado con su tribu,
el Dios jaguar de ojos candentes que brillaban cual saetas en la oscuridad de
la noche, dirigía el baile premonitorio del éxito.
La ofrenda a los dioses ancestrales, contra
los invasores que habían cambiado su cultura, saqueado sus tierras y violado a
sus mujeres, estaba por cumplirse. Pasaporte que el alma de la tribu en su
psiquis profunda al son de los efectos del ritual, prodigaba un epílogo en el
desafío a muerte, durante la marcha del mañana. Sólo esperaban la danza de la
diosa serpiente, interpretada por la hija del cacique Aiwa, que al compás del
tintineo de las semillas del árbol de chocho, fundiría su cuerpo en el baile
del yagé, reptando con la inmensa pitón que recorría su ser.
La ceremonia estaba por concluirse. De la
espesura, se escuchó el tropel de mil demonios que al tartamudeo de las
ametralladoras silenciaron al Dios jaguar en compañía de sus súbditos. Sólo
unos pudieron escapar. Los otros, no tuvieron tiempo de ver el amanecer del
festejo de la serpiente. Cuerpos diseminados por las malocas hechos jirones,
naufragaban en su propia sangre. Los capturados fueron torturados y obligados a
confesar lo inconfesable, luego arrojados como presea a sus dioses en el río de
las pirañas, sin el ajuar de sus ancestros.
El fin llegó. Era evidente que las milicias
del estado habían descubierto la futura minga de los Aiwa.
José Nivia Montoya
Maestro de Matemáticas y
artista colombiano
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